Uno de los mayores temores de cualquier líder político, presidente de una nación, rey o dictador es ser asesinado a través del veneno que alguien ponga en su comida.
A lo largo de la Historia, muchos han sido los que han muerto de esta forma y no hace demasiado tiempo os hablábamos en este blog sobre Locusta, considerada como ‘la primera asesina en serie de la Historia’ y cuyos servicios fueron contratados por Agripina la Menor y su hijo Nerón para envenenar a sus rivales políticos.
Desde siempre, y para evitar morir envenenados, la mayoría de gobernantes han tenido a su disposición personas que se dedicaban a probar todo lo que debía ser ingerido, dándose en la Historia multitud de casos en el que no se pudo llevar a término el magnicidio deseado.
Como no podía ser menos, Adolf Hitler era uno de esos personajes colocado en el punto de mira de muchas personas que quisieron acabar con él a lo largo de los años en los que se mantuvo en el poder y por tal motivo contaba con una serie de medidas de seguridad que lo mantenían a salvo de sufrir un atentado, accidente fortuito o envenenamiento.
Quince jóvenes veinteañeras formaban el grupo destinado a probar todos los alimentos que se cocinaban y que debían ser ingeridos por Hitler y sus acompañantes en la Wolfsschanze ("la Guarida del Lobo"), el nombre en clave de uno de los mayores cuarteles militares en el que solían reunirse.
Todas ellas eran muchachas que habían sido reclutadas a la fuerza y les tocó la angustiosa tarea de catar todo aquello que se serviría en el plato del Führer.
Margot Woelk fue una de esas chicas obligadas a probar la comida del líder nazi y única superviviente de las que formaron el grupo de catadoras. En la actualidad tiene 95 años y a través de varias entrevistas que ha concedido recientemente, ha explicado cómo todavía recuerda la angustia y temblores que le entraban cada vez que la plantaban frente a las bandejas de comida y debía probar un poco de cada una.
Todo lo cocinado eran ricos y sabrosos manjares que harían disfrutar a cualquier comensal, pero la sola idea de pensar que alguien podría haber puesto veneno en alguno de aquellos alimentos, para acabar con la vida del líder nacionalsocialista, le hacía entrar un angustioso pánico, el cual le perduró a lo largo de muchos años después de haber vivido aquella terrible experiencia.
Los menús de Hitler se componían básicamente de sopas, frutas, legumbres y verduras, ya que el Führer era un acérrimo defensor de la dieta vegetariana y entre sus proyectos, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, estaba el convertir a todos los territorios pertenecientes al Tercer Reich en sociedades vegetarianas, descartando de las dietas cualquier tipo de carne y pescado.
Tuvo la desgracia de tener que ejercer esa ingrata labor entre los años 1941 y 1944, aunque admite que, dentro de la desdicha, tuvo suerte al ser la única del grupo que logró salvar su vida. El resto de sus compañeras no murieron envenenadas, pero perdieron la vida tras la entrada de los soviéticos y ser fusiladas por éstos.
Margot Woelk corrió mejor suerte y logró escapar gracias a la ayuda y complicidad de un teniente del ejército nazi que la subió a un tren rumbo a Berlín y poder dejar atrás la horrible experiencia que vivió a lo largo de los últimos tres años.
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