Un acomodado hijo de banqueros, el patólogo Charles Norris, y un bebedor y jugador empedernido, el profesor de química Alexander Gettler, pusieron las bases de la ciencia forense en EEUU. Aunque antes que ellos hubo forenses europeos (el pionero pudo ser el español Mateo Orfila), Norris y Gettler aplicaron el método científico a la investigación de asesinatos, suicidios y envenenamientos. En su nuevo libro, Poisoner's Handbook (El manual de los envenenadores, aún no editado en España), la ganadora del Premio Pulitzer Deborah Blum relata las andanzas de estos dos personajes en la Nueva York de la prohibición del alcohol.
EEUU había heredado de Reino Unido el sistema de los coroner, una especie de oficiales encargados de investigar muertes violentas. Pero en el Nueva York de comienzos del siglo XX, la institución estaba desprestigiada. Sin formación de ningún tipo, el puesto de coroner era un cargo electo sujeto a los vaivenes de la política. Cobraban por acta de defunción y, como recoge Blum en su libro, la causa la decidían a la ligera. En algún certificado puede leerse el siguiente diagnóstico como causa de la muerte: "Acto de Dios". En otros no estaban muy seguros: "O asalto o diabetes".
Laboratorio de toxicología
Lo primero que hizo Norris fue fichar a su segundo en Bellevue, Alexander Gettler. Y, entre ambos, montaron el primer laboratorio de Toxicología de EEUU. Gettler no soportaba que un envenenador se saliera con la suya. Cuando se enteraba de la aparición de un posible nuevo veneno, bajaba a la carnicería de la esquina a comprar un kilo de hígado de vacuno, lo cortaba en finas capas y les inyectaba diferentes dosis de veneno. Después, ensayaba la forma de detectarlo.
"Fueron los padres de la ciencia forense en EEUU", dice Blum, que fue periodista científica y ahora ejerce de profesora. "De hecho, Norris fundó el primer programa universitario para entrenar a médicos en medicina forense". A comienzos de 1923, por ejemplo, Norris da una conferencia en la Escuela de Detectives de Nueva York durante la apertura del nuevo curso. Era la primera vez que un científico entraba allí. Desde entonces, los aspirantes pasarían por su laboratorio para participar en sus autopsias.
Alcohol y crímenes
La madrugada del 16 de enero de 1920 la gente se reunió en Times Square para despedirse del alcohol. Al día siguiente entraba en vigor la 18 enmienda a la Constitución de EEUU por la que se prohibía su consumo. Dos años antes, Gettler escribía en la revista especializada JAMA: "La prohibición por nuestro Gobierno de la fabricación de licores destilados llevará sin duda a la adulteración clandestina".
En efecto, desde entonces y hasta el levantamiento de la prohibición, se produce una especie de guerra química entre el Gobierno y un nuevo actor surgido a la sombra de la Ley Seca, la mafia. Si el primero adulteraba el alcohol industrial, la otra lo redestilaba para venderlo.
El único alcohol que podía elaborarse en suelo estadounidense era el industrial. Desde 1906, los fabricantes estaban obligados a desnaturalizarlo añadiéndole otras sustancias, como el metanol que es capaz de dejar ciega y hasta matar a una persona, para evitar las tasas que tenían las bebidas alcohólicas.
Pero de los 300.000 millones de litros que el Gobierno autorizaba cada año para hacer refrigerante, perfumes o disolventes, unos 40.000 millones se perdían por el camino. Los mafiosos aprendieron a revertir el proceso. Químicos contratados por el hampa redestilaban las partidas robadas en las fábricas para alimentar la demanda de ginebra y whisky de las decenas de miles de garitos clandestinos que poblaban toda la geografía. Sólo en Nueva York se localizaron más de 35.000.
Al principio era relativamente fácil. El Gobierno obligaba a mezclar cien partes de alcohol etílico con dos de metílico. El primero hierve sobre los 68 grados, el segundo un poco antes, a los 65. De esta manera, con el instrumental adecuado, conseguían evaporar el metanol, dejando el etanol listo para ponerle aroma a ginebra, algo de azúcar para el ron o un colorante en el caso del whisky.
Hasta 10.000 muertos
Pero las muertes por alcoholismo empezaron a subir. El propio Charles Norris empezó a elaborar estadísticas de muertes por consumo de alcohol y convocar conferencias de prensa para darlas denunciando el "ensayo de exterminación" que estaba llevando a cabo el Gobierno. En 1926, según sus datos, murieron 11.700 personas por beber alcohol en EEUU. El problema era que por entonces no se sabía detectar sus restos en el cuerpo y, lo que es más importante, averiguar si el fallecido lo había sido por tomar demasiado o por beber alcohol adulterado con algún veneno.
Su segundo, Gettler, ensayó hasta 58 formas de detectarlo, tanto en tejidos humanos como en la propia bebida. Ambos son sintetizados por el hígado como formaldehido, pero el metílico en más cantidad, por lo que se tarda más en metabolizarlo. Además, genera otro subproducto, el ácido fórmico, muy tóxico. Gettler halló un sistema para detectar la cantidad y calidad del alcohol en el hígado y en el cerebro.
Según estimaciones de la autora, 10.000 ciudadanos estadounidenses murieron por beber alcohol adulterado por orden de su Gobierno. "Miles más murieron por beber varias formas de licores clandestinos o, directamente, alcohol industrial", añade.
No son exageraciones de la profesora Blum o del doctor Norris. Al consultar la prensa de la época, como The New York Times o el Daily Record, tanto la oposición demócrata como la prensa liberal acusaron al Gobierno de estar detrás del envenenamiento. Hasta en tres ocasiones, los demócratas (en su mayor parte adheridos al bloque húmedo, como se conocía a los pro alcohol) votaron mociones contra la provisión de fondos para adulterar el alcohol industrial. Pero estaban en minoría. No fue hasta noviembre de 1932, cuando Franklin D. Roosevelt ganó las presidenciales y aseguro que los días felices "han regresado": la Ley Seca se había acabado.
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