El 18 de agosto de 1947, a las diez menos cuarto de la noche, la ciudad de Cádiz sufrió el estallido de un polvorín de la Armada española situado en las inmediaciones del centro urbano, en una zona densamente poblada por residencias de verano, viviendas obreras, un orfanato y la mayor factoría naval de toda la bahía: los Astilleros de Echevarrieta y Larrinaga. El origen de la colosal explosión tuvo lugar en la Base de Defensas Submarinas, donde se habían almacenado a lo largo de 1943 unas 300 toneladas de explosivos militares repartidas en 2.228 minas submarinas y cargas de profundidad de distinta procedencia: alemanas, rusas, holandesas y españolas.
La presencia aquí de estos artefactos no era habitual sino que guardaba una relación directa con el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial que se libraba entre los países del Eje y las potencias aliadas, y en la que el Gobierno del general Franco, que había alcanzado el poder después de una cruenta Guerra Civil que sembró un millón de muertos en España, se había posicionado claramente a favor de Alemania e Italia, a pesar del intento de convencer al mundo de su neutralidad. Cuando los aliados invaden el norte de África con el despliegue de la «Operación Torch», iniciada con éxito el 8 de noviembre de 1942, el avance hacia el corazón de Europa a través del Mediterráneo es un hecho incuestionable e inminente. Las autoridades españolas empezaron a temer entonces la posibilidad de un desembarco en sus costas, y fruto de esta preocupación se decidió elaborar un anteproyecto de minado del litoral que cubriría la defensa de sus fronteras desde Huelva hasta Málaga y las posesiones españolas en el norte de Marruecos. La última parte de este informe concluía que para tal menester sería necesario fondear 16.000 minas en las aguas territoriales, de las que en Cádiz, cuartel general de este departamento marítimo, sólo llegó a almacenarse un 15% de lo previsto. Al final, el proyecto fue abandonado tras la invasión de Italia el verano de 1943, hecho que alejaba el peligro de ser víctimas de un ataque aliado. Pero las 2.228 minas y cargas de profundidad que habían llegado a acumularse en Cádiz, en dos edificios carentes de cualquier medida de seguridad como polvorines, permanecieron indefinidamente alojadas en este lugar inadecuado, exponiendo a un riesgo temerario y desmesurado a una población de 100.000 habitantes.
Este armamento había llegado por mar hasta el puerto gaditano procedente de las otras bases españolas, dividiéndose una vez en tierra en dos partidas que se guardaron en sendos almacenes. El polvorín núm. 1 llegó a contener 1.737 unidades entre minas submarinas, cargas de profundidad y cabezas de torpedo, sumando un volumen de 200 toneladas de trinitrotolueno (TNT) y amatol (TNT y nitrato amónico). El núm. 2 contenía 491 minas alemanas del modelo EMD-III, adquiridas en 1943, con una carga total de 98,2 toneladas de TNT exclusivamente. La explosión del polvorín núm. 1 en la fatídica noche del 18 de agosto de 1947 provocó una catástrofe nacional que dejó tras de sí entre 149 y 152 muertos, más de 5.000 heridos y un nivel de destrucción tal que fue necesaria la intervención del Estado en la reconstrucción de la ciudad. Los astilleros quedaron completamente devastados, muriendo en él 27 trabajadores que estaban de turno de noche, y en el asilo infantil perecieron 26 niños —en su mayoría menores de tres años— 4 religiosas y 11 asistentas.
El acontecimiento de Cádiz, que tanta repercusión tuvo en los medios de comunicación nacionales y extranjeros, es un ejemplo más de las consecuencias de los riesgos antrópicos a los que diariamente están sometidas las sociedades modernas. Sin embargo, es excepcional en lo que se refiere a la explosión de polvorines militares en el mundo. Desde que el trinitrotolueno (también TNT, trinitrotoluol, trilita o trotilo) empieza a desplazar a la pólvora negra y a las nitrocelulosas en la fabricación de armas gracias a sus magníficas propiedades de estabilidad, durabilidad y resistencia al calor, los accidentes de este tipo dejaron de ser frecuentes, aunque no preocupantes. Y de hecho son muy pocos los que se recuerdan a lo largo del s. XX.
El TNT necesita más de 1.000º C de temperatura para estallar, lo que, si bien es bastante difícil sin estar conectado a un sistema de detonación, tampoco es imposible del todo. En 1923, los expertos españoles en explosivos R. Agacino y J.M. Gámez afirmaban que el TNT, lejos de ser inexplosible, puede descomponerse súbitamente bajo determinadas circunstancias. Y prueba de ello fueron las catástrofes precedentes de Halifax (Nueva Escocia, Canadá) y Lake Denmark (Nueva Jersey, EEUU), sin mencionar los de las fábricas Wittenberg (Reinsdorf, Alemania) en 1935 y de Bocas del Ródano (Saint Chamas, Francia) en 1936. El 6 de diciembre de 1917, durante la Primera Guerra Mundial, colisionaron el carguero francés Mont Blanc y el buque de bandera noruega Imo en el estrecho pasillo de entrada del puerto de Halifax llamado The Narrows tras una maniobra imprudente del Imo. A bordo del Mont Blanc eran transportadas 2.653 toneladas de sustancias explosivas entre las que se encontraban el benzol, el ácido pícrico y el TNT, todos ellos nitrocuerpos aromáticos derivados del alquitrán de hulla. Las chispas provocadas por las maniobras de separación de ambos buques hicieron que el benzol se incendiase en cubierta —donde viajaba estibado— aumentando la temperatura en las bodegas y haciendo estallar el resto de la carga veinte minutos después. La descomunal deflagración conllevó la muerte o desaparición de 1.950 personas y heridas a otras 9.000. Pero a pesar de las exigencias en el esclarecimiento de las causas del siniestro, la investigación oficial se cerró sin castigo alguno para los responsables, debido a la implicación de varias nacionalidades.
En el caso de Lake-Denmark, el suceso tuvo lugar el 10 de julio de 1926 al impactar el rayo de una tormenta eléctrica sobre uno de los almacenes del que en esa época era considerado el mayor polvorín naval del mundo. La explosión por simpatía de los restantes depósitos de municiones trajo como consecuencia la destrucción completa de la instalación, 23 muertos y 51 heridos. Además ocasionó daños muy severos en las cercanas poblaciones de Mount Hope y Rockaway, en un radio de 25 km, una dramática lección que indujo a efectuar un profundo estudio sobre perímetros de seguridad y zonas de alcance de ondas expansivas aplicables en el futuro al diseño y ubicación de nuevos polvorines. La junta nombrada en 1928 por el Congreso de los Estados Unidos para llevar a cabo tal misión se convirtió posteriormente en el Departament of Defense Explosives Safety Board (DoDESB), oficina encargada en la actualidad de verificar la seguridad de los polvorines, dictar las normas que deben cumplir y comprobar que tales medidas son aplicadas extrictamente.
Cuando la jurisdicción militar comenzó a investigar la explosión de Cádiz de 1947 salió inmediatamente a la luz el siniestro de Lake-Denmark, del que una comisión de marinos españoles había realizado en su momento un informe pericial en el que dejaban claro que el TNT, ante esta evidencia, podía estallar en contacto con una muy elevada fuente de calor sin necesidad de cargas iniciadoras ni multiplicadores. Sin embargo, la historia volvió a repetirse y, por circunstancias que aún hoy se desconocen, pero relacionadas seguramente con la temperatura, la explosión de un pequeño recinto en el que se hallaban apartados los fulminantes y diverso material pirotécnico acarreó una reacción en cadena que provocó el estallido de las cargas de profundidad y luego el de las minas submarinas. Por fortuna, el segundo polvorín no resultó afectado por la onda térmica. Aun así el ruido se oyó a más de 50 km a la redonda y el resplandor fue divisado desde ciudades tan distantes como Huelva o Sevilla. Incluso en algunas zonas del Algarbe portugués llegó a sentirse un pequeño temblor de tierra, semejante a un terremoto. Al igual que en Halifax y Lake-Denmark, en Cádiz no quedó ni un solo cristal sano, rompiéndose también las ventanas de numerosas casas de los pueblos circundantes. La voladura del tendido eléctrico, las líneas telefónicas, las tuberías de agua potable y la vía del ferrocarril dejaron a la ciudad incomunicada con el exterior y sin los recursos básicos para atender a la población y rescatar a las víctimas, atrapadas bajo los escombros de centenares de edificios reducidos a simples escombros. La prensa clandestina en el exilio inspirada por el partido comunista aprovechó la ocasión para declarar el suceso como un nuevo crimen de Estado, fruto de la negligencia de los mandos de la Armada que permitieron la ubicación de un arsenal de fortuna dentro de una ciudad.
El Gobierno español justificó la necesidad de este emplazamiento provisional por razones estratégicas y de defensa del país, pero lo cierto es que la estancia de los explosivos se eternizó por la escasez de mineral de hierro que impedía construir un nuevo y auténtico polvorín en un lugar más apropiado y seguro, lejos de cualquier zona habitada. Lo sorprendente es que algunos marinos expertos en armas navales habían desaprobado la acumulación de explosivos en Cádiz, entre ellos el jefe de la base siniestrada, Miguel Á. García Agulló, que un mes antes del accidente advertía al almirante de la zona: «[…] el Jefe que suscribe se cree en el deber de hacer resaltar la imperiosa necesidad de trasladar en el menor tiempo posible el lugar de almacenamiento de las minas. Su situación actual dentro del casco de una población, aun guardando en su vigilancia las mayores precauciones, es una constante preocupación para el Mando […]». Pero nadie le escuchó ni a él ni a otro teniente coronel en armas navales que en julio de 1943 había vaticinado la catástrofe con cuatro años de anticipación. Como cabe imaginar, las conclusiones del sumario instruido en la causa 197/47 no halló culpables ni indicios claros que explicaran el origen de la deflagración y es por este tipo de respuestas administrativas el que el ingeniero químico alemán A. Stettbacher afirmara en 1952 que «las causas de las explosiones "militares" infortunadamente suelen sustanciarse con un expediente de responsabilidades por contravención a los reglamentos, o quedan buenamente en el secreto». Y así sucedió tanto en este incidente como en el de Halifax de 1917, demostrando la experiencia una vez más que detrás de los riesgos antrópicos existe casi siempre una imprudencia manifiesta y una negligencia consentida, aunque no reconocida.
Cuando iniciado el s. XXI creíamos que desastres de esta naturaleza ya solo formaban parte de nuestro pasado bélico, escuchamos con sorpresa en los medios de comunicación internacionales que ha estallado un polvorín del ejército en la ciudad de Gerdec, en Albania, donde desde 1945 se estuvieron acaparando armas para afrontar la Guerra Fría. El suceso tuvo lugar el pasado 15 de marzo de 2008 en un almacén militar situado a 20 km al oeste de la capital, Tirana, donde el ruido pudo ser escuchado con perfecta claridad. En esta instalación se estaba procediendo a la eliminación de unas 100 toneladas de armas obsoletas y en mal estado de conservación con el amparo de las Naciones Unidas y la ayuda de la empresa norteamericana SACI, especializada en la manipulación de sustancias explosivas. Por causas que todavía se desconocen —a falta de una investigación oficial que aclare las circunstancias, pero en la que no está exenta una manipulación indebida o la descomposición interna del material—, granadas, bombas y proyectiles balísticos desencadenaron cinco detonaciones seguidas que causaron la muerte de 26 trabajadores y 300 heridos, algunos de ellos de gravedad. Su proximidad a varias zonas habitadas causó también la destrucción de 318 viviendas y daños de diversa consideración a unas 2.200 en un radio de 4 km. A esto se añadió el problema secundario de la importante cantidad de restos sin explosionar que quedaron esparcidos en un área de 1.000 hectáreas y que debieron ser acotadas para impedir el acceso hasta ser limpiadas.
El caso de Albania es el último y más reciente de explosiones de polvorines militares en el mundo, bajo los cuales subyace casi siempre por una parte una negligencia de sus responsables y por otra el desconocimiento o excesiva confianza humana en el comportamiento de determinados explosivos a los que se le confiere una sobreestimada estabilidad, como es el caso de los explosivos aromáticos.
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