miércoles, 3 de noviembre de 2010

La tormenta del siglo XVIII


En el año 1700, después de cuatro años de duros trabajos, el ingeniero inglés y responsable de las obras del rey Carlos II, Henry Winstanley, vio terminada su obra maestra, catalogada como una de las maravillas del mundo: el primer faro de Eddystone. Era un octógono de madera de 30 m de alto apoyado sobre una base de roca. Su objetivo era señalar la presencia de unos peligrosísimos escollos situados en el paso entre Start Point y el Lizard, en el Canal de la Mancha. Los escollos de Eddystone están situados a casi 12 kilómetros de la preciosa costa de Cornualles y a 20 km al sursuroeste del importante puerto de Plymouth. Únicamente se pueden ver con la bajamar, lo que los convierte en un más que serio peligro para la navegación desde tiempo de los romanos. La construcción del faro suponía un triunfo frente a las incontenibles fuerzas de la naturaleza, hasta el punto que al ser capturado Winstanley durante la construcción del faro por un corsario a las órdenes de Luis XIV, el rey ordenó liberarlo: “Francia está en guerra con Inglaterra, no con la humanidad”. Por desgracia la victoria fue pírrica. Tres años después la Naturaleza, si realmente fuera un ser consciente, se tomó la revancha.

Era la una de la madrugada del 27 de noviembre de 1703. En ese momento se desató en el Canal y el sur de Inglaterra una de las peores tormentas que jamás han visto los esforzados marinos en aquellas latitudes tan europeas. Truenos, rayos, granizo, lluvia y ráfagas de viento huracanado azotaron toda la región hasta primeras horas de la tarde. En los estuarios del Támesis y del Severn se vieron mareas excepcionalmente altas que provocaron enormes inundaciones. En el mar, flotas enteras fueron dispersadas y muchos barcos pequeños junto con sus tripulaciones se perdieron para siempre. El faro de Eddystone desapareció y con él su diseñador, que decidió quedarse aquella noche para hacer las reparaciones pertinentes.

La devastación fue completa a lo largo del Canal. Los ojos del Puente de Londres quedaron obstruidos por los pecios y otros restos de los barcos naufragados. Tanto Londres como Bristol parecían haber sido atrapadas en una cruenta guerra. El temporal fue tan tremendo que no sólo sufrieron sus consecuencias quienes siempre pagan por todo: los pobres. Casa, mansiones, campanarios y árboles fueron derribados; las tejas volaban por las calles y las chimeneas y almenas se desplomaban. Los grandes robles plantados en el parque St. James por el cardenal Wolsey bajo el reinado de Enrique VIII fueron arrancados de cuajo y de los centenares de tilos, acacias y olmos de la reina Ana no quedó ni rastro.

En total murieron 2.000 personas, desde el obispo de Bath y Wells hasta los más aguerridos marinos a quienes la terrible tormenta les pilló en aquel infame día en el Canal de la Mancha.

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