miércoles, 8 de septiembre de 2010

La búsqueda del dorado


Muchos aventureros han luchado, asesinado y saqueado en el curso de la búsqueda de El Dorado. A menudo, también han ofrendado sus propias vidas persiguiendo algo que quizá no haya sido más que un sueño generado por la codicia. Todo empezó cuando los españoles invadieron el imperio de los incas, en el Perú, en 1532 y descubrieron una fastuosa acumulación de oro que incluía muchas y bellísimas obras de arte. Los invasores ocuparon la ciudad de Cuzco y apenas podían dar crédito a sus ojos cuando vieron el botín que estaba a su disposición.

En Cuzco, las paredes del templo del emperador estaban enchapadas en oro, e incluso las cañerías que conducían el agua estaban hechas del precioso metal. Los españoles invadieron el imperio inca y capturaron al emperador, Atahualpa; luego pidieron por él un rescate increíble: exigieron que se llenase de oro una enorme habitación de 7.0 X 5.0 metros hasta una altura de más de 2,50 metros. Los incas pagaron el enorme rescate, pero los invasores, dirigidos por Francisco Pizarro, pisotearon el acuerdo y asesinaron a su rehén a sangre fría.

No satisfechos con las formidables riquezas de que se habían apoderado, los conquistadores, en un alarde de rapacidad y de crueldad, desmantelaron el Imperio de los incas y lo despojaron de la mayor parte de sus riquezas. La codicia de los invasores no hizo sino crecer cuando oyeron relatos según los cuales existían tesoros aún más grandes en el norte, más allá de las fronteras del imperio inca, en un sitio que la gente llamaba El Dorado. Los mitos y las leyendas que rodeaban El Dorado eran muchas y variadas: algunos afirmaban que se trataba de una ciudad perdida; otros, que era un templo repleto de tesoros, escondido en lo profundo de la selva; hubo incluso quienes afirmaban que El Dorado era una montaña de oro macizo. Una de las teorías que actualmente gozan de mayor aceptación, sin embargo, sostiene que El Dorado era una persona: probablemente el jefe del pueblo chibcha (o muisca).

Los chibcha ocupaban el extremo norte de los Andes, y su jefe residía en la región donde hoy se levanta la capital de Colombia, Bogotá. El Dorado recibió ese nombre debido a la ceremonia chibcha que señalaba u ascenso al trono. El rito comenzaba cuando el pueblo se reunía a orillas del lago de Guatavita, de forma circular y rodeado de altas montañas; las celebraciones duraban varios días; en el momento culminante, el jefe que ascendía al oro, rodeado por sus sacerdotes, embarcaba en una balsa de juncos, que era conducida hasta el centro del lago. Se quemaba incienso y las flautas entonaban su misteriosa música, que se difundía sobre las aguas. Una vez la balsa estaba en el centro del lago, el nuevo jefe chibcha era desnudado y todo su cuerno se revestía con polvo de oro. Mientras el sol producía resplandores en su cuerno, el nuevo jefe cogía objetos de oro y los dejaba caer en el lago, como una ofrenda a los dioses de su pueblo. El ejemplo del jefe era seguido luego por el pueblo reunido en las orillas; cada uno aportaba su tributo, arrojando objetos de oro al agua. Así fue como el fondo del lago Guatavita llegó a contener una de las más ricas colecciones de objetos de oro del Nuevo Mundo. Curiosamente, el pueblo chibcha, el pueblo de El Dorado, no poseía yacimientos de oro propios.

Conseguían el metal precioso mediante la guerra y el intercambio comercial; eran dueños de la única mina de esmeraldas de todo el continente y poseían también enormes depósitos de sal; por lo tanto, trocaban por oro estas dos valiosas mercancías. En junio de 1535, Georg Hohermuth, gobernador alemán de Venezuela, partió en busca de El Dorado, contando con un dato que le habían proporcionado los nativos: «De donde viene la sal, viene también el oro.» Hohermuth salió al frente de una fuerza expedicionaria integrada por 40 hombres; buscaron durante tres años enfrentando las más espantosas condiciones geográficas y climáticas. Cuando la expedición regresó a Venezuela con 300 de sus integrantes habían perecido; por una ironía del destino, los expedicionarios habían estado a sólo 100 kilómetros del lago de oro. Al año siguiente, el formidable conquistador español Sebastián de Benalcázar partió también en busca del lago; unos meses después, un aventurero alemán, Nicholaus Federmann, se embarcó en la misma misión.

Al mismo tiempo, el jurista español Gonzalo Jiménez de Quesada organiz6 una expedición al interior de los Andes. Condujo a sus hombres hasta una región rica en sal y ocupé una serie de poblaciones chibcha. Los expedicionarios torturaron a los habitantes hasta que revelaron el origen de las esmeraldas que poseían. Un indio le dijo a Jiménez de Quesada que «el lugar del oro” en, el pueblo de Hunsa. El conquistador se apoderó del pueblo y descubrió que en las casas chibcha, construidas de madera y mimbres, había numerosas placas de oro. También descubrió grandes montones de esmeraldas y sacos que contenían oro en polvo. Los expedicionarios arrancaban los adornos de oro que los chibcha usaban en las orejas y en la nariz, antes de sacrificar a los prisioneros.

Al saquear la casa del jefe de la población, hallaron que estaba revestida con láminas de oro macizo y que contenía un fabuloso trono, hecho de oro y esmeraldas. Jiménez de Quesada continué su búsqueda de El Dorado y finalmente se reunió con Benalcázar y Federmann en la región central de Colombia; allí fundaron la ciudad de Santa Fe de Bogotá. La suerte jugó a los cazadores de fortuna una irónica mala pasada: llegaron al lago de oro, pero no encontraron El Dorado.

Porque El Dorado ya no existía la dinastía de los jefes chibcha que celebraban la ceremonia del oro en la balsa habla sido derrocada tras una dura lucha por el poder unos años antes. En 1545, el hermano de Jiménez de Quesada, Hernán, realizó un enérgico intento para apoderarse de los tesoros que contenía el lago Guatavita. Esclavizó a un considerable número de indios chibcha y los obligó a formar una cadena humana desde el borde del lago hasta la cima de un ceno. Los esclavos cogían el agua en cubos, que pasaban de mano en mano y eran volcados del otro lado de la montaña. Esta operación se llevó a cabo durante tres meses y el nivel del lago descendió 2,70 metros; varios cientos de objetos de oro quedaron al descubierto con el descenso de las aguas, cerca del borde del lago, antes de que el intento fuera abandonado. Cuarenta años más tarde se organizó un intento aún más ambicioso de secar el lago.

Un comerciante español reclutó un ejército de 8000 indígenas y lo lanzó a construir un profundo canal, para drenar el Guatavita. El intento tuvo más éxito que el de Hernán Jiménez de Quesada: el nivel de las aguas descendió 18 metros. El comerciante pudo apoderarse de numerosos objetos de oro y de valiosas esmeraldas; pero los corrimientos de tierra obstruyeron finalmente el canal de drenaje y también este proyecto tuvo que ser abandonado. A principios del presente siglo, una empresa británica se propuso desaguar completamente el lago.

Consiguió excavar un canal que hizo descender al mínimo el nivel de las aguas; pero el fango depositado en el fondo del lago era demasiado blando y demasiado profundo, lo que impedía caminar sobre él. Luego, el fuerte sol de la región endureció el lodo hasta convertirlo en una dura roca, y cuando la compañía consiguió hacer llegar al laso un equipo de perforación, ya era demasiado tarde: el lodo endurecido obstruía el canal de drenaje y las lluvias habían llenado de nuevo el Guatavita.

A partir de entonces, el gobierno colombiano dictó una ley que protege al ago de las incursiones de los cazadores de tesoros. Sin embargo, las fabulosas riquezas de El Dorado continúan atrayendo a los aventureros. Muchos viajeros contemporáneos que han visitado las tierras de los Incas refieren que muchos indígenas, descendientes de los pueblos que celebraban el ritual del oro, todavía practican hoy ceremonias similares, lejos de los ojos ávidos de los extranjeros. Los descendientes de los chibcha se reúnen en un valle secreto, en la alta montaña, para celebrar sus antiguos ritos; los sacerdotes danzan ante su pueblo, ocultos sus rostros con máscaras de oro, tal como lo hacían sus ancestros. Por lo tanto, el espíritu de El Dorado sigue vivo, como vivo permanece el misterio de su fabuloso tesoro.

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